“Vivimos con ataduras ficticias, pero nuestras creencias las vuelven reales”.
Abel Pérez Rojas.
Nuestra deformación como seres humanos descansa en gran medida en una especie de “amarres” que tenemos tan dentro de nosotros que no nos percatamos del daño que nos hacen, tampoco somos conscientes que nos han sido heredados con las mejores intenciones, y que lamentablemente nosotros repetimos el ciclo enfermizo de transmitírselos a quienes nos rodean.
Es a base de repeticiones y repeticiones interminables que algunas de esas conductas se nos han quedado arraigadas en forma de “creencias”, de tal manera que no cuestionamos ni su naturaleza, ni el alcance de ello.
Ejemplos hay muchos.
Por ejemplo, acudimos desde los primeros años de vida a la escuela y después de vivir gran tiempo en estos centros, se nos dificulta, casi se nos imposibilita, concebir la educación fuera del paradigma escolar.
Terminamos limitando la educación a la escuela. Nuestra formación queda atada ficticiamente al sistema escolar.
Sólo después de varios esfuerzos caemos en cuenta que la educación es un universo vastísimo, que en la medida que lo andamos, se expande interminablemente.
¿Será que por eso son pocos los que gozan de las bondades del autodidactismo?
Pero hasta que nos atrevemos a sumergirnos en la responsabilidad de la formación propia, vemos con claridad, cómo es que fuimos “educados” –mejor dicho aleccionados- con raquíticos premios y castigos que nos fueron llevan por la senda del “ser” y del “deber ser” socialmente aceptados.
Lo mismo que pasa con nuestra educación sucede con nuestras relaciones humanas y con todo lo que nos rodea.
Pienso en todo esto mientras repaso las breves líneas del cuento sufí: El camello atado.
Es tan breve la historia que me permitiré compartírsela íntegramente:
“Una larga caravana de camellos avanzaba por el desierto hasta que llegó a un oasis y los hombres decidieron pasar allí la noche.
“Conductores y camellos estaban cansados y con ganas de dormir, pero cuando llegó el momento de atar a los animales, se dieron cuenta de que faltaba un poste. Todos los camellos estaban debidamente estacados excepto uno. Nadie quería pasar la noche en vela vigilando al animal pero, a la vez, tampoco querían perder el camello. Después de mucho pensar, uno de los hombres tuvo una buena idea.
“Fue hasta el camello, cogió las riendas y realizó todos los movimientos como si atara el animal a un poste imaginario. Después, el camello se sentó, convencido de que estaba fuertemente sujeto y todos se fueron a descansar.
“A la mañana siguiente, desataron a los camellos y los prepararon para continuar el viaje. Había un camello, sin embargo, que no quería ponerse en pie. Los conductores tiraron de él, pero el animal no quería moverse.
“Finalmente, uno de los hombres entendió el porqué de la obstinación del camello. Se puso de pie delante del poste de amarre imaginario y realizó todos los movimientos con que normalmente desataba la cuerda para soltar al animal. Inmediatamente después, el camello se puso en pie sin la menor vacilación, creyendo que ya estaba libre”.
Después de leer el cuento, ¿a poco no es inevitable preguntarse cuántas veces nos hemos comportado como el camello atado a la soga imaginaria?
Claro que no se trata de establecer las condiciones de más moralina, de lo que se trata es de hacer un análisis sincero y profundo de cómo es que depositamos nuestra libertad y capacidad en las manos de otros que sin mayor esfuerzo nos conducen por el ciclo del fatídico destino.
Es impostergable tomar cabal conciencia de nuestro estado del “camello con la soga imaginaria”, para de una vez por todas llevar las riendas de nuestra vida sin intermediarios y sin ataduras.
¿Qué le parece?
Abel Pérez Rojas (@abelpr5) es escritor y educador permanente.